Los líderes populistas se han apresurado en felicitar a Barak Obama por su “elección histórica”, haciendo virtualmente suya la victoria del candidato demócrata, en el entendido de que éste dará un giro radical de la política norteamericana hacia Latinoamérica y, por lo tanto, apoyará el proyecto socialista que, encabezado por Hugo Chávez, alientan varios dirigentes de la región.
Su entusiasmo se asienta en la condición de “afrodescendiente” del Presidente electo, como síntoma de que “el cambio de época que se ha gestado desde el sur de América puede estar tocando las puertas de Estados Unidos”. En otras palabras, confían en que pronto la primera potencia capitalista del mundo caerá en la órbita del “socialismo Siglo XXI”.
Sin duda, todo el mundo confía en que la presencia de Obama en la Oficina Oval traerá aires nuevos y renovadores, menos no puede esperarse tras la desastrosa administración de George Bush; pero, de ahí a suponer que habrá cambios estructurales en la política exterior de la Casa Blanca hay un trecho muy ancho. En ese escenario, hay dos aspectos de particular sensibilidad en los cuales Washington mantiene y mantendrá una conducta invariable: la seguridad nacional (terrorismo) y el narcotráfico.
Y son precisamente esos temas los que provocan fricciones entre los regímenes populistas y la administración norteamericana. Se equivocan quienes creen que Obama pasará por alto el hecho de que Venezuela se haya convertido en el principal centro distribuidor de droga del hemisferio, con la participación activa de las FARC; que en Bolivia la producción de cocaína aumente de manera alarmante; o que ambos países promuevan el acercamiento con el régimen fundamentalista de Irán, santuario de terroristas y enemigo declarado de los Estados Unidos.
“Quiero hablar con el negro”, ha dicho Chávez; con los antecedentes anotados, no sería raro que el negro le cierre la puerta en sus narices, a él y a sus fieles acólitos.
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El problema no es la unidad, es el liderazgo
Hace 1 semana
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