domingo, 7 de septiembre de 2008

Bolivia en crisis como Estado-Nación

La situación del país reviste carácter de "terminal", "punto de bifurcación", "sin retorno", por la anomia social sin precedentes y el gobierno pregonando con sus actos que el Estado de Derecho ha desaparecido y las leyes, igual que la CPE, se utilizan, no se respetan.

Bolivia nace en 1825 con la voluntad "unitaria" de gran Nación: cerca de 3 millones de km2 tan ricos, concentra atención y ambición universales por sus minerales, pero el 80% era inexplorado y desconocido; población superior al millón, mayor a muchos que igual festejaban entonces su independencia, pero el 95% concentrada en el altiplano y valles andino; gozaba de homogeneidad étnico-cultural por la mayoría quechua-aymara, y su poderosa élite económica, política y cultural criollo-hispana era numéricamente irrelevante. Al contrario, en el lejano Oriente, la herencia hispana dejó mestizos y criollaje mayoritario, destacó por su coraje luchando a favor de la independencia de España, pero tuvo escasa participación, si alguna, en la decisión fundacional de la nueva república: Bolivia es producto de los intereses y la cultura andina, así como de las intrigas de los criollos andinos del Alto y Bajo Perú. Por eso el prototipo de gobernante boliviano es para muchos hasta hoy Andrés de Santa Cruz, que "no miró jamás al Oriente de Bolivia" (H. Vázquez Machicado), y cuando lo hizo fue para ofrecerle a Brasil "todo el oriente, Mojos y Chiquitos, a cambio de una fragata y una carabela" (R. Carvalho); las ambivalencias sobre su nacionalismo, confundidas con sus desmedidas ambiciones, sólo terminaron con su derrota definitiva en Yungay (1839).

Esa visión reduccionista a lo andino del Estado ha hecho fracasar el proyecto de Bolivia como Nación. La construcción del Estado refleja casi en exclusiva la historia de la lucha por el poder entre campesinos e indígenas andinos contra la centralidad del criollaje andino, y la pugna entre cholos y mestizos andinos, ya sea que el poder radique al sur (Sucre-Potosí) o al norte (La Paz-Oruro). Lo que ocurría en el resto del país apenas tuvo resonancia y cuando la tuvo fue siempre por reclamar derechos supuestamente derivados de su condición de ser ciudadanos bolivianos. El ignorarlo fue la norma y la represión a fuego y sangre también la respuesta, por considerarlas incompatibles con los intereses del poder andino centralista (Andrés Ibáñez, los Domingos, el Partido Orientalista, o el movimiento cívico organizado desde la lucha por el 11%). Ese regionalismo, convertido en ideología indigenista comunitaria de carácter fundamentalista, ha tratado de imponerse al país por dos siglos, utilizando para ello todos los medios económicos, políticos y culturales de que dota el aparato del Estado, además de la coerción y la violencia. Se desconoce abiertamente que rigen hace tiempo, al menos en dos tercios del territorio nacional, importantes núcleos poblacionales con notable desarrollo institucional, económico o cultural, de corte democrático occidental.

Si el fundamentalismo andino está en la raíz del fracaso de Bolivia como Nación, ahora amenaza también al Estado. El MAS (representado por marxistas y oportunistas criollos) lo aprovecha a favor de un proyecto político que necesita someter a todos, del fundamentalismo al totalitarismo. Y aunque nadie podrá sostener que Fidel, Chávez, Correa, Ortega, o el mismo Morales sean indígenas o que les interesan sus ritos, es obvio que han encontrado en esta marginada y empobrecida masa humana dispersa por varios países del continente americano, la plataforma ideal para sus discursos revolucionarios contra el capitalismo y el imperialismo norteamericano. Está claro que no les interesa la pobreza de los bolivianos, ni de Cuba, Venezuela, Ecuador o Nicaragua, como no les interesó hace tiempo la del Congo ni Etiopía, ¿o es que ahora sufren por la pobreza en Irán, Libia, de Hezbollá, las FARC, etc.? La transnacional de la heroína, la marihuana y la cocaína sigue el comportamiento tradicional, enriquece a las cúpulas y corrompe al resto.

Bolivia multiétnica y pluricultural es la Nación en la realidad, y un Estado que reconozca esa diversidad debería ser su correlato. Por eso, la noción indigenista aymara-quechua comunitarista es un atropello a la conciencia nacional, que debe nacer de 37 naciones indígenas distintas y del 70% de mestizos. Imponer la homogeneización política y cultural, aunque sea vía decreto, es un atropello al Estado de Derecho, al siglo XXI, donde toda norma de convivencia democrática garantiza la igualdad ante la ley, donde el débil cuenta, la minoría se respeta, la diferencia enriquece y la disidencia se atiende y se tolera. El expansionismo de este renovado fundamentalismo andino, el proceso de aymarización promovido por el actual gobierno, no hace más que generar lo que se está viendo, enfrentamiento entre bolivianos, y hace retroceder a Bolivia como proyecto de Nación, y hasta de Estado, a niveles casi tribales: una CPE por decreto, una presidencia "vitalicia e irresponsable" (no es novedad, ya la propuso Bolívar en 1826), un Potosí que muere de hambre en medio de riquezas, Tarija reviviendo de nuevo su 26 de agosto de 1826, se va o se queda, Sucre sitiada por indígenas irregulares contra una indígena legal y, todos preocupados, mientras el Presidente sonríe o juega en el extranjero y los movimientos sociales (?) definen la suerte del país. ¿Se pretende resolver estos conflictos a flechazos o con AK 47? Los encuentros a lo Hitler-Stalin, tan llenos de cinismo, no llevan a un final feliz; buscar uno tipo MacArthur-Hirohito es apostar a la desintegración; pero si Yalta fue posible, ¿porqué no trabajar en una solución que garantice una convivencia democrática y pacífica, aunque fría, por muchos años? Bolivia encara y debe enfrentar su propia realidad: sólo construyendo un Estado que reconozca las diferentes visiones de país, que eso es respetar la verdadera voluntad de los pueblos, de todos los pueblos, mantendrá la esperanza de que un día todos sintamos pertenecer a una Nación.
Por Daniel A. Pasquier Rivero
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