En el actual contexto, resulta hasta previsible un clima generalizado de tensión y preocupación. Hoy, no es descabellado que autoridades, políticos, dirigentes y hasta el ciudadano de a pie, en la calle, se atrevan a deslizar que la democracia estaría en riesgo.
Una parte de los bolivianos, especialmente aquellos que siempre han sentido en carne propia los avatares de la patria, vive momentos de una fuerte conmoción anímica. Siente que la incertidumbre en la que está sumido el país no es un buen síntoma para el presente y que, desgraciadamente, puede estar hipotecando el futuro.
En lo que va de la década, todo o casi todo le ha salido mal a Bolivia. Desde la llamada “guerra del agua” hasta el referéndum revocatorio del mandato popular han pasado seis gobiernos. Y, en rigor de verdad, esto nada tiene que ver con los ganadores o perdedores de la contienda electoral del último 10 de agosto.
La cuestión deviene del hecho de que el resultado de esa confrontación en las urnas ha profundizado la polarización entre los bolivianos, a extremos tales de que ni unos ni otros saben a dónde van a llegar. Y, por extensión, este dilema de larga data ha hecho presa de la población.
La Asamblea Constituyente fracasó porque, al amparo de su nombre y de su sombra, emergió una Constitución que no recoge la voluntad de todos los bolivianos. Las autonomías, que debían ser entendidas como la solución para los problemas acumulados en cien años de centralismo, dieron, más bien, margen a una fuerte beligerancia y al resentimiento. Ante el sombrío panorama, los diálogos no fructifican. Así, ¿cómo no va a decaer el ánimo del ciudadano boliviano?
Sin duda, los que salieron victoriosos del referéndum revocatorio deben sentirse halagados, pero ninguno de ellos debe desconocer que el fruto de su triunfo puede ser peligroso para la unidad nacional. En realidad, lo mejor siempre será que nadie tenga demasiado poder en sus manos, porque esto representa una tentación para caer en el autoritarismo e incluso, como ocurrió en el pasado, en la dictadura.
En el actual contexto, resulta hasta previsible un clima generalizado de tensión y preocupación. Hoy, no es descabellado que autoridades, políticos, dirigentes y hasta el ciudadano de a pie, en la calle, se atrevan a deslizar que la democracia estaría en riesgo.
Aun así, nadie tiene derecho a abandonar los más caros ideales del hombre, dándose por vencido en la pelea por defender esa democracia por la que tanto lucharon generaciones de bolivianos, con el saldo de muertes y heridas físicas y espirituales.
Con la incertidumbre prendida en el corazón, es imposible que Bolivia crezca al ritmo que le exigen estos tiempos de globalización y, por tanto, de competencia. La posibilidad más cierta es que, de no atender la tendencia mundial, se convierta en un país marginal, en un enclave dentro de la región.
En estas condiciones, va quedando poco espacio para el optimismo. Los nubarrones son cada vez más espesos y definitorios, y la luz, al final del túnel, se vuelve tenue. Amenazas, advertencias y soberbia, por una parte; desafíos, exageraciones y enconos, del otro lado, hacen temer que nada bueno puede ocurrir en esta atmósfera excesivamente tormentosa.
Después de las elecciones del 2005, la mayoría de los bolivianos estaba dispuesta a sumarse y, además, a ser protagonista de estos tiempos; pero, se ha levantado un muro que, de un lado y del otro, separa a los que piensan diferente. Por la paz general, es obligación de todos mantener la unidad del país.
Fuente: la-razon.com
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