En tiempos de barbarie, los pueblos vagaban por bosques y estepas para sobrevivir con la caza, la pesca o la rapiña. Todos eran guerreros asaltaban o se defendían porque primaba la ley del más fuerte y el dueño del garrote más grande era el mandamás que distribuía el botín entre los más valientes y leales, reservando para sí la mejor parte. No había otros caudillos o minicaudillos, y nadie podía comer sin arriesgar el pellejo. ¿Hemos progresado? Hoy, el poder se consigue mediante una cuchufleta: la democracia.
Muchas grandes verdades se dicen en broma: algún humorista decía que sólo hay dos modos de gobernar: "por la fuerza o por la farsa", o sea como García Mesa o como Goni Sánchez. Banzer gobernó con la fuerza porque le apoyaba la soldadesca, y sus problemas comenzaron cuando fungió de demócrata porque la farsa exige algo de sesos. Evo Morales es ecléctico: usa la fuerza, mediante los ponchos rojos y otros arbitrios, y también la farsa, con el referéndum y la Constituyente. Pero él no ha inventado la pólvora: siempre ha habido dictaduras democráticas o "democraduras".
La falta de fuerza obliga a la farsa que, repito, no funciona sin mollera, pues si se usa mal la gestión de gobierno se reduce a un permanente zafarrancho con paros, bloqueos, muertos y heridos por cosicosillas hueras, no por cuestiones fundamentales. Pero muchas veces los conflictos son parte de la farsa: Marx Groucho, no Carlos decía que "la política es el arte de buscar problemas, encontrarlos por todas partes, y aplicar los remedios equivocados". Decía también que hay dos especimenes humanos que no podrían vivir si no hubiera conflictos: los abogados y los políticos. Evo Morales vive así desde que convirtió la lucha sindical en lucha política.
No hay sociedad humana libre de conflictos, por la colisión de intereses y criterios entre sectores naturalmente antagónicos, por diferencias de educación, de riqueza, de estatus, de privilegios, o por prejuicios de diverso tipo. Las posiciones ideológicas están influidas por la formación y por las circunstancias de cada individuo, y por cuestiones relativas al trabajo, al salario, a la distribución de la tierra y al disfrute del poder. Estos conflictos están siempre latentes en todo grupo humano organizado y provocan confrontaciones que muchas veces hacen inevitable el uso de una fuerza conciliadora. Contra ellos de nada sirve la farsa, o sea el engaño, que tiene patas cortas y obliga luego a usar la fuerza con brutalidad.
Vivimos en sociedad, con un orden y una autoridad limitantes de la libertad personal aunque no nos guste, y estamos obligados a acatar leyes injustas y a obedecer a gobernantes brutales o demagogos. Los elegimos porque la teoría democrática ha inventado la representación o el mandato, pues un trono no es suficiente para todos los traseros ambiciosos; pero la representación es una farsa que hace irresolubles los conflictos porque la autoridad y el poder son golosinas más adictivas que la pichicata.
En democracia, cualquier pelafustán audaz puede saborear fortuna, admiración, adulación y privilegios rebasando la autoridad legítima que da el voto y haciendo una farsa de lo que parece un sistema justo. El conflicto entre mandantes y mandatarios es permanente porque ni la fuerza ni la farsa legitiman el poder, que debe fundarse en la verdad.
¿Cuál es mejor o peor? ¿La mentira o la brutalidad? Lo malo de la farsa es que, cuando ya no funciona, obliga a mayor violencia. En eso estamos: ¿qué ocurrirá si la comedia electoral revocatoria agrava los males que pretende curar?
Waldo Peña Cazas
Fuente: lostiempos.com
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