El referendo del domingo último ha sido una confirmación de todo cuanto se predijo a nivel nacional: sus resultados, producto del fraude, no traerán beneficios para el país en lo político, económico ni social. Sus efectos se sentirán en la economía popular, porque la factura de los gastos dispendiosos que se han hecho —más de 150 millones de bolivianos en propaganda y pago por voto oficialista— no será cubierta por Evo Morales ni por Hugo Chávez. Los cientos de millones que costó esa payasada saldrán del pueblo boliviano y, los que sentirán el drenaje con mayor dolor serán los sectores más pobres de la población, que hasta ahora parece que no se han dado cuenta que están en manos de un gobierno más neoliberal, más despótico e insensible que cualquier otro del pasado, porque el caciquismo sigue y, aunque es doloroso decirlo, quienes repitieron el error de votar aprobando lo malo de esta administración gubernamental, saldrán a las calles a clamar atención a sus necesidades, a pedir pan y a seguir llorando a sus muertos, como ocurrió en Cochabamba, en Huanuni, en la Calancha de Sucre y en otros lugares, mientras sus autores intelectuales bailaban como Nerón en sus orgías mientras Roma se incendiaba.
La ley es sabia. Cuando el Art. 87 de la Constitución Política del Estado dispone la prohibición para que el Presidente de la República sea reeligido antes de que transcurra un nuevo período constitucional de cinco años —prohibición que el MAS pretende modificar en su proyecto constitucional— lo hace, precisamente, para evitar lo que ha ocurrido en el referendo revocatorio del 10 de este mes, en el que el Presidente de la República, poseedor del poder del Estado, ha usado todos los mecanismos de ese poder para cometer fraude electoral: compra del voto ciudadano; uso abusivo de los recursos del Estado; falseamiento del padrón electoral; control del voto; amedrentamiento y castigo para los habitantes del área rural que no votaron por el oficialismo, hecho que está confirmado con el trato a los maestros del Chapare a los que, con el mayor descaro, la dictadura sindical cocalera los ha echado de sus viviendas y pretende hacerles suspender el pago de sus salarios y destituirlos de sus cargos, con el único argumento de que esos maestros habían salido a las calles a defender sus derechos y votaron contra Evo Morales.
La opinión pública nacional e internacional es consciente del fraude sobre el que está sentado el gobierno, que no es sino un promontorio de arena movediza. Y que no se enceguezca el partido oficialista con la apariencia. En política, los acontecimientos, como los del 10 de este mes, merecen dos lecturas: una que busca efectos engañosos dirigidos al pueblo —¡Hemos ganado porque hemos recibido el mayor apoyo popular!... ¡Jallalla!— y, otra, de evaluación interna en su organización política, que es la cierta y real, que debe conducir a una severa autocrítica para medir, en su verdadera dimensión, los alcances del acontecimiento y saber hasta dónde estirar los pies, a menos que los políticos que manejan el problema sean aprendices o desubicados por la soberbia. Esta última lectura es la que debe interesar a los expertos del Palacio Quemado y al venezolano que oficia de cajero del Presidente para esos menesteres, porque cambia, sustancialmente, el contenido de la primera, ya que no se necesita ser genio ni mago para darse cuenta que sin embargo de que se gastó una millonada de dólares en las diferentes regiones del país para comprar votos, de que se llegó al referendo con un padrón electoral inflado por la corruptela en la Corte Nacional Electoral y en la mayoría de las Cortes Departamentales (4% detectado por los representantes de la OEA), de la cantidad de gente traída de la Argentina que votó con los nombres de los muertos y desaparecidos y de la cadena de trampas que usó el oficialismo, éste no alcanzó la meta que anunció. Lamentablemente, algunos “expertos” contribuyen a deformar los resultados de dicho referendo soslayando las irregularidades con las que se condujo ese acto de consulta, además de negar o, cuando menos, minimizar, la incidencia que ha de tener la consolidación de las regiones autonómicas, con su rotunda ratificación, en el devenir de las acciones del gobierno central si éste mantiene su posición confrontadora y de soberbia que precedió al referéndum.
Los problemas que aquejan al país son profundos y muy delicados. No pueden ser tratados con el simplismo del “cambalache” canchero: “te doy esto a cambio de que tú me des esto”. Cuando el gobierno convoca a dialogar, tiene obligación de hacerlo con seriedad y con el firme propósito de adoptar acuerdos para gobernar mejor, despojado de su cálculo partidario o egocéntrico. El responsable del éxito o del fracaso de esos diálogos es el gobierno poseedor del poder y responsable de la administración del país, puesto que no tiene derecho a actuar con los mismos procedimientos con que actúan la oposición política o los sectores que buscan atención a sus necesidades. El llamado diálogo, convocado en días pasados por el Presidente, ha fracasado por culpa suya. Entiéndase bien: los prefectos no concurren a esas reuniones para pedir nada personal a favor de ellos. Sus pedidos y exigencias están dirigidos a buscar el bienestar de sus pueblos o regiones, en el marco de la Constitución y de las leyes. Por tanto, el Presidente, como el gran administrador de los intereses del Estado, tiene obligación de responder en ese nivel a los prefectos, sin mezclar el bien público con su interés personal de que a cambio de aceptar el pedido de aquéllos le acepten apoyar su reelección sin mediación del período constitucional mencionado en la indicada norma. No proceder así no es ético y explica por qué el Primer Mandatario es el incondicional de Hugo Chávez.
Fuente: lostiempos.com
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